CUANDO
EL ESTADO TRASLADA SUS COSTOS A LOS PRIVADOS
Daniel
Montes Delgado (*)
Normalmente, cuando
una persona presta servicios calificados como “profesionales” para otras
personas o empresas, debe emitir un recibo de honorarios por la
contraprestación que reciba, para luego declarar y pagar el Impuesto a la Renta
por esos ingresos. Para ello, no importa si quien recibe el servicio es un ente
estatal o privado, pues lo que importa es que el pago se haga a cambio de la
prestación de un servicio que constituye el “ejercicio de cualquier profesión,
arte, ciencia u oficio”, como indica la ley.
Ahora bien, si una
persona trabaja para un organismo del Estado, formando parte de un consejo
directivo u otro órgano colegiado, es posible una de dos cosas: que reciba
ingresos de cuarta categoría, como los que acabamos de describir, o de quinta
categoría, si esa persona está en la planilla de esa entidad. En cualquiera de
los dos casos, se entenderá que esos ingresos obedecen al ejercicio de ese
cargo, y por tanto a los actos administrativos que esa persona realice en su
calidad de funcionario público, como parte de las competencias de la entidad.
A su turno, esa
entidad pública, tratándose de servicios prestados a los particulares, les
cobrará las tasas que su TUPA establezca, y con esos ingresos le pagará a su
funcionario por hacer aquello que forma parte de ese servicio público. Si lo
que paga al funcionario es renta de quinta categoría (no tiene deducciones),
esa personas pagará más impuesto que si el ingreso fuera renta de cuarta
categoría (tiene deducción de 20% como gastos).
¿Pero qué pasa cuando
una entidad pública cree haber encontrado la forma de disminuir sus costos y de
paso hacer que sus funcionarios ahorren en el impuesto? Pues ocurre que el
propio Estado fomenta el incumplimiento tributario y deja de observar sus
propias leyes. En este caso, esa entidad es el Consejo Nacional de Autorización
de Funcionamiento de Universidades, o CONAFU (ente que supervisa a las nuevas
universidades durante cinco años), y esos funcionarios son sus consejeros.
CONAFU, desde hace
seis años (Resolución 131-2007), como parte de sus competencias, dispuso que en
los exámenes de admisión de las universidades bajo su supervisión, participe un
“veedor”, que no sería otro que uno de sus miembros del consejo, actuando
obviamente, como consejero del CONAFU, no como un particular. Eso no estaba
mal, pero lo que sí era incorrecto, es que esa norma dispusiera además que las
universidades le paguen S/. 2,000 a ese consejero “veedor” por concepto de “honorarios
profesionales”. Eso, además de ser incorrecto, porque atenta contra varios
principios de la administración pública, aparentemente buscaba convertir una
parte de los ingresos de esos consejeros, de rentas de quinta, en rentas de
cuarta, con lo cual se ahorraban algo del impuesto.
Pero ahora, las cosas
han ido más allá, pues el CONAFU (Resolución 214-2012) ha modificado la primera
resolución, diciendo que como los consejeros “veedores” actúan en su calidad de
funcionarios, lo que les paguen las universidades no será más “honorarios”,
sujetos al impuesto, sino una “subvención”, término gaseoso que solo quiere
decir, en este caso, que los consejeros no pagarán nada de impuesto.
Fuera del vicio que
eso supone para el propio Estado, tenemos además el tema de cómo justificar el
gasto en la universidad, pues SUNAT espera que se exhiba un recibo de
honorarios, pero ahora ni eso habrá. Aún así, nos parece claro que si el Estado
quiere dejar de aplicar las leyes, eso no puede perjudicar al contribuyente,
que no puede obligar al Estado a emitir un comprobante, cuando se atreve a
poner en una norma su intención de no hacerlo. Le guste o no a SUNAT, las
propias resoluciones de CONAFU sustentarán esos gastos en las universidades.
(*) Abogado PUCP, MBA
Centrum Católica. Montes Delgado – Abogados SAC.
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