HECHOS,
NORMAS Y JUECES: LA ARROGANCIA DEL DERECHO
Daniel
Montes Delgado (*)
El pasado 16 de julio estuvo en el Colegio de
Abogados de Trujillo el internacionalmente reconocido profesor Michele Taruffo,
experto en derecho procesal, dictando unas conferencias sobre estos temas. En
la primera de ellas hizo una comparación del sistema de derecho civil que
tenemos en esta parte del mundo (incluyendo la Europa continental), con el
sistema anglosajón (especialmente el de Estados Unidos). Decía que a los
abogados norteamericanos no les preocupa demostrar una verdad absoluta en el
proceso, sino que lo importante es convencer al juez o al jurado de lo que pudo
haber sido esa verdad. Por tanto, no gana el proceso necesariamente quien tenga
la verdad de su lado, sino quien usa mejor sus argumentos.
En tanto, en el sistema continental, que es el
nuestro, tenemos la arrogancia de pretender que el proceso termine comprobando una
verdad absoluta, más allá de toda duda, incluso a veces por encima de las
deficiencias de la defensa de alguna de las partes. Más allá de las
dificultades filosóficas de tal pretensión, así como de su divorcio actual con
las modernas teorías de la lógica, en especial la lógica argumental, el caso es
que ni siquiera este mundo moderno en el cual parece haber siempre un
dispositivo móvil que capture la realidad, permite aspirar a tan grande
objetivo con realismo.
El profesor Taruffo postula que el problema no es
insalvable, señalando que lo que admite siempre más de un sentido, de una
interpretación, son las normas, pero no así los hechos, que siempre son únicos
en su devenir, sea que los conozcamos en todos sus detalles o no. Así, reserva
el campo de batalla de la lógica de argumentos a las discusiones sobre el
sentido de la norma, pero indica que esas discusiones solo pueden venir después
de haber establecido los hechos a los cuales pueda aplicarse la norma.
De este modo, si los hechos quedan claros para el
juez, solo queda esperar a que la correcta interpretación de la ley aplicable,
de suscitarse esa discusión, sea establecida por el sistema judicial con sus
garantías del debido proceso, como la debida motivación, la valoración razonada
y la doble instancia, entre otras.
Esto parece plausible, salvo por un detalle, que a
nosotros nos parece determinante. Cuando las partes pretenden probar los
hechos, en muchas ocasiones no parece que se estuvieran refiriendo a los mismos
hechos, pues cada parte tiene su propia versión de los mismos. Así, el juez se
ve obligado a decidir primero entre esas dos versiones sobre los hechos, aún
antes de entrar a ver los argumentos sobre la interpretación de la ley. El
problema se complica todavía más si, como ocurre en el campo del derecho de
contratos, los hechos a probar incluyen a veces lo que fue la verdadera voluntad
de las partes. Si la determinación de los hechos abarcara solo a los puramente
materiales, la esperanza podría justificarse, pero a estas alturas, eso no
basta.
Y, aunque esto no resulte evidente a primera
impresión, el caso es que también las normas, así como las múltiples
interpretaciones sobre ellas, influyen sobre los hechos, quiéralo el juez o no.
Las partes no argumentan su verdad solo a partir de los hechos puros, sino que
desde el comienzo presentan su versión de los hechos conforme les parece que
será más conveniente para adecuarse a su particular interpretación de las normas
que les serán aplicables inmediatamente después. Y el juez está atrapado entre
esas versiones de los hechos “configurados” para apoyarse en cada
interpretación de las normas que tienen las partes.
De modo que nosotros entendemos que los
anglosajones tienen más razón en esto que nosotros. El derecho es un arte de
argumentar sobre temas complejos, tratando de convencer al tercero que debe
decidir, el juez. ¿A quién intenta convencer el juez con su motivación de la
sentencia? ¿A las partes? Claro que no, ellas nunca cambiarán su versión, solo
les queda resignarse o agradecer la decisión. Pero tampoco puede el juez,
partiendo de discusiones sobre hechos interpretados, llegar fácilmente a una
verdad absoluta sobre ellos. Eso es demasiado pretencioso para un arte como el
derecho. Si aceptáramos esto, quizá las decisiones judiciales sean más
razonables, así como más sólidas en sus consideraciones. No se trata de cambiar
inmediatamente las frases de “está probado que…” por otras que digan “parece
más probable que …”, pero en nuestra opinión va siendo hora de empezar a considerarlo.
(*) Abogado
PUCP, MBA Centrum Católica. Montes Delgado – Abogados SAC.
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